San Valentín. Ni el golpe más doloroso pudo separarlos: “El amor es, a pesar de todo, querer siempre volver a casa”
Victoria y Daniel están en pareja desde hace 20 años y atravesaron juntos una trágica pérdida
Afinales de 1991, Victoria Moreira tenía 27 años y entraba a trabajar como secretaria de un directivo en una conocida empresa de neumáticos. Estaba atravesando el final de un primer matrimonio que no funcionó y se encontraba recién mudada a un departamento en el barrio de Villa Lugano. Daniel Gil era un ingeniero de 31 años, nacido en Olivos, que trabajaba en la misma compañía italiana desde los 17. Cuando Victoria ingresó, él estaba supervisando una obra en Irán, a 14.000 kilómetros de Buenos Aires.
“Cuando volví de Irán, tenía unos días de vacaciones, pero surgió una emergencia en Córdoba y entonces ella me llamó”, cuenta Daniel, que no la conocía y el llamado lo tomó por sorpresa.
“Mi jefe me pidió que lo ubicara como fuera. Me dio tres posibles teléfonos donde ubicarlo y yo llamé y llamé hasta que lo encontré —cuenta Victoria—. Apenas entré a la oficina, un compañero me empezó a hablar sobre él: dónde vivía, que estaba en Irán en ese momento, que era soltero y demás cosas. Tanto me lo vendió, que cuando finalmente apareció, dije ‘sí, es él’”.
Su primera cita fue una tarde al salir del trabajo en Eros Café, un bar en la esquina de la avenida Cabildo y Pedro Rivera. Ella tenía que ir a la psicóloga después, pero nunca llegó. “Yo salí de ese encuentro y pensé ‘no puedo estar con otra persona’”, cuenta. Después de ese primer café, jugaron al pádel como segunda salida, llegó el primer beso y así empezaron a salir. “Medio a escondidas —coinciden— porque, si bien no había reglas específicas, no era muy bien visto dentro de la empresa”.
En octubre de 1992, a Daniel lo enviaron a trabajar en una obra en San José de Metán, una ciudad a 140 kilómetros de la capital de Salta, con más ritmo de pueblo que de ciudad. El hotel Solís, el único del lugar, fue su hogar durante casi un año. Victoria viajaba en ómnibus tres fines de semana al mes para compartir una cama individual y alguna caminata en aquella ciudad que no llegaba a los 30.000 habitantes. Mientras tanto, Victoria renunció, se mudó al departamento de Daniel y empezó a trabajar como administrativa en otra empresa.
“Yo me iba todas las noches a la oficina para llamarla desde ahí. Fuimos puliendo el tema de la comunicación, que era muy distinto a como es todo ahora. Pero fluyó”, dice Daniel. Esos meses separados eran apenas la primera prueba que la vida les presentaría como pareja.
Mientras estaban en Salta, decidieron que se iban a casar. “No hubo propuesta, ni anillo, se dio como una charla. Desde que lo conocí, sentí que las cosas se iban dando fluidamente, sin plantearlas o proponerlas”, comenta Victoria. Se casaron el 5 de noviembre de 1993 bajo una lluvia torrencial que no los asustó, y el festejo lo hicieron en la casa de los padres de él, donde viven actualmente.
Victoria volvió a trabajar como maestra, y enseguida vinieron los hijos. Yo, la primera, nací en septiembre de 1994 y, tres años más tarde, llegó mi hermana Martina. La vida transcurría entre el trajín del colegio, las clases de natación, los trabajos de cada uno y la calidez de la vida familiar. Los fines de semana nos llevaban a la plaza, a andar en bicicleta, al cine. Mi papá recuerda aquella época como una de mucho trabajo, pero hermosa. Mi mamá dice que funcionaban como un equipo, que se ayudaban y apoyaban el uno en el otro.
El golpe más duro
En diciembre de 2003, a Martina le empezó a doler en una de sus piernas. Mis papás notaron que incluso rengueaba un poco y sus maestras de sala de cinco la veían un poco irritable. Un viernes, a la salida del colegio, la llevaron a la Fundación Hospitalaria, en el barrio de Saavedra, para que controlaran que todo estaba bien. Pero todo estaba mal. Tras una noche de estudios, a Martina le diagnosticaron un cáncer cerebral. Yo tenía nueve años y esa noche aprendí la diferencia entre algo benigno y algo maligno.
Durante todo 2004, le realizaron diferentes tratamientos de quimioterapia y rayos. Ese año la vida transcurrió entre catéteres y pastillas que mis papás escondían en cucharadas de dulce de leche.
Para mi papá fue algo demasiado sorpresivo. “La vorágine nos fue llevando sola. Los lunes apagaba el teléfono y me dedicaba a Martina. Tratamos de llevar una vida normal, aunque no lo fuera. Dentro de su enfermedad y salvo el último tiempo, ella estuvo bien. Tenía fuerza de voluntad y se la bancaba bastante. O al menos eso parecía, seguramente llevaría la procesión por dentro”.
“Creo que, sin decidirlo, utilizamos la misma estrategia —recuerda mi mamá—. No lo hablamos, no nos sentamos a hablar sobre qué y cómo íbamos a hacer, pero nos embarcamos en la tarea y día a día íbamos resolviendo. El que podía más, más, el que podía menos, menos. No conflictuamos demasiado. Las psicólogas nos ayudaron a entender que lo mejor que podíamos hacer era intentar hacer vida lo más normal posible. Creo que la función de los padres es crearles recuerdos a los hijos, y eso intentamos hacer”.
Martina falleció el 23 de diciembre de aquel año trágico.
Por entonces, alguien me había regalado un libro sobre el duelo que nunca lo leí, pero que me dejó grabado un miedo del que hablaba en la contratapa. Decía que es común que algunas parejas, ante la imposibilidad de armonizar los procesos de duelo, se separen tras la muerte de un hijo. Decía también que el otro puede convertirse en el recordatorio permanente de ese hijo que ya no está físicamente en la familia.
“Son momentos de una crisis tan enorme, que muy fácilmente podés echarle la culpa de todo al otro, solo porque lo tenés al lado— reconoce mi mamá—. Pero nosotros estuvimos muy unidos y, sobre todo, teníamos otra hija. Había que seguir”.
Un renacer
A pesar del dolor —cada cual atravesándolo de acuerdo a su forma de ser, él más retraído, ella más verborrágica—, lograron atravesar juntos el momento más difícil de sus vidas. Y el 29 de septiembre de 2008 nació mi hermano Felipe, el tercer hijo de mis papás. Mi mamá tenía 44, mi papá 48 y recuerdan que en aquel momento los médicos los miraban mal y les daban respuestas pesimistas. “Era casi como si nos retaran, pero gracias a no sé qué, salió todo bien”, cuenta mi mamá mirando hacia el cielo.
“Fue un renacer, un volver a empezar y una recarga de energía. Teníamos que estar a la altura porque Felipe se merecía eso. Nos rejuveneció, nos devolvió las ganas de remar”, coinciden.
Él le ha dicho muchas veces que admira su valentía y su creatividad para siempre encontrar la manera de tirar para adelante. “Para mí el amor es estar juntos, es el motor, las ganas de seguir haciendo cosas y sobre todo; el querer siempre volver a casa a pesar de todo”, dice, y sus ojos verdes se vuelven aún más verdes.
Ella cree que han mejorado con el tiempo, que casi sin darse cuenta, han ido aceitando el vínculo. Dice que lo que más admira de él es su bondad, lo buen hombre que es y lo buen padre que fue, es y será. “Antes de conocerlo no había pensado nunca en tener hijos, pero me encontré con él y mis hijos y mi familia se convirtieron en mi vida entera”, dice con voz entrecortada.
A mi mamá las agujas siempre le dieron impresión. Sin embargo, en 2015 se tatuó en el interior de su muñeca izquierda el mismo tatuaje que llevo yo desde 2011. Son tres aves volando que nos representan. Martina, Felipe y yo. Juntos.
PARA MARIA ROSA ORTEGA QUE LE SOBRA AMOR, PARA VOLVER A EMPEZAR SIEMPRE.