Hace 75 años el comandante Paul Tibbets y varios tripulantes, por presión de los contribuyentes y con deseos de venganza ante el bombardeo de Perl Harbor que literalmente hundió la flota del Pacífico, despegó con su avión a quien bautizó con el nombre de su madre: el Enola Gay, llevando una de las dos bombas que destruyeron Hiroshima y posteriormente Nagashaki. La historia tiene varias versiones, según los norteamericanos durante dos semanas avisaron que estallarían las bombas para que la población nipona se retirara de ese Holocausto. Lo cierto es que las bombas no cayeron en objetivos militares, sino en lugares donde la gente común transita la vida común donde hay escuelas, hospitales, plazas y toda forma de supervivencia. El demoníaco avión que Estados Unidos lo tiene guardado en lo más profundo y misterioso de la verguenza humana, en el amanecer de un día como hoy cuando el sol todavía no despertaba, Tibbets dio la orden de lanzar la bomba que estalló a cierta altura de Hiroshima produciendo la detonación más fatídica de la historia de las guerras humanas, matando instantáneamente a más de 130.000 personas a las que se le fueron sumando días, meses, años después y también décadas por la aparición de nuevas enfermedades, producto de ese cataclismo. En esta provincia hace más de 40 años tuve oportunidad de ver en el museo de cera de dicho holocausto, muñecos de niños con distintas enfermedades, entre ellas me impactó “el eterno viejo”, parido por esta bomba, que consiste en niños que nacían viejos. Decrepitud precoz de aquellas víctimas que erizan la piel.
Durante décadas en la casilla de cartas en la casa de Paul Tibbets se amontonaban cartas y fotos que llegaban del Japón, curiosamente sin recriminaciones ni imágenes monstruosas sino sarcásticamente le mostraban a quien fue el sicario del mal, la reinvención del Japón, la reconstrucción en todos los aspectos como prueba contundente de que si bien la civilización etimológicamente lleva en una de sus raíces la ruina, también vuelve a florecer sobre sus muertos. Como periodista generé algunos debates importantes sobre este hecho, y pude observar confrontaciones entre quienes estaban en contra y otros a favor, porque sostenían que no había carnicero más cruento que los japoneses en los campos de concentración, peor que los alemanes y que dentro de los países del eje( Alemania Nazi, Italia Fascista y Japón militarista), no había otra forma de detener al imperio Japonés; quien con la segunda bomba, el emperador Hiroito declaró la rendición incondicional.
Douglas Mcarthur quien dijo: no me voy a poner a reflotar los barcos hundidos fue el héroe para los norteamericanos que terminó con esa guerra sobre algo que no tiene ni tendrá explicación sobre la ferocidad del hombre cuando le da la razón a a los filósofos existencialistas que sostienen: la violencia es el parto de la historia. Siempre se debatirá sobre el dilema si era necesaria esa matanza cuando Japón se había encarnizado hasta el exterminio del enemigo lo cierto es que la vergüenza se sigue mostrando sobre las ruinas que quedaron como alegoría tristísima de la condición humana. Miles de japoneses quedaron sepultados durante días bajo una lluvia negra que caía sobre la vida y según relatos al caer la bomba a 60 kilómetros de distancia los animales sino muertos quedaban ciegos por la incandescencia de tan inusitado fogonazo que erizó al mismísimo universo.
Finalmente cuando hacía el servicio militar en el regimiento de infantería 22, me contó un entonces subteniente de apellido Ara, con quien tuve gratos momentos que preparándose en la cerrera militar un día en Buenos Aires, no recuerdo el lugar, entro por curiosidad con otros cadetes a un monasterio muy escondido y silencioso, ya adentro se encontraron con monjes bastante altos, algunos de color que pasaron como fantasmas porque pertenecían a la orden religiosa más estricta donde no deben ni hablar. Un oficial los reprendió los llamó y les explicó que no había que turbar aquel silencio penitencial y que aquellos monjes eligieron ese destino porque eran los tripulantes del fatídico Enola Gay. La carga de la culpa, aunque sostienen que ellos no sabían que llevaban la bomba destructora salvo el comandante, de todas maneras, prefirieron recluirse en ese monasterio, cuando cada uno se quedó para siempre con su propio holocausto. La bomba no solamente mató japoneses, también dejó muertos en vida que estallaron en el aire. Tibbets murió a los 92 años y nunca se arrepintió como tantos técnicos, científicos y militares que hicieron retroceder en la historia con la fuerza de la realidad, a la mitológica y ardida Troya. La imaginación se vió superada. El psiquiatra, escritor y exorcista norteamericano Scott Peac cuenta que le preguntó a su hijo de 8 años qué era el mal?. El niño fue exácto: the evil si de live!!!o sea es todo lo que se opone a la vida. Hay que observar el quiasmo..son las mismas letras opuestas, breves, dos palabras, dos bombas que perplejizan a un universo en escombros, ante un mundo que se encoge de hombros. JCM.