¡Estoy muerto en vida! solía decirse, mientras observaba con misericordia los recorridos circulares de aquella pobre muchacha cuyo espectro vagaba como ánima en pena sin que nadie se le acercara. Fue cuando se sorprendió al ver caer unas lágrimas que creía también lo habían abandonado al ver que le acariciaba el hocico de un caballo indio. Risa amarga cuando la veía venir a mostrarle el bebé que nacía eternamente la noche anterior y que pesaba tres kilos y medio para alegría de sus padres, su amante y sus tías; eran solamente encantamientos que vienen de la locura. Martiniano comenzaba a encender nuevamente sensaciones que se habían apagado con el tiempo. Pero los indios no tenían misericordia y poco les importaba nada salvo la venganza que proviene de cuentas pendientes y del miedo que se desprende al estar perdiendo las extensiones de su territorio. Era una guerra, cruenta, impiadosa y en aquellas galerías del infierno no había más lugar que los tres males menos queridos por los hombres: manicomio, miseria humana, y muerte en vida.

La niña cautiva enloquecía se levantó por la mañana o no habría dormido por la noche pero esta vez no tuvo bebés gordos ni sanos, no mostraba sus nuevas faldas con miriñaques ni se exhibía con aquel amado que le quitó el destino aciago, recuperado ficticiamente por obra de la locura. Esta vez recordó el caballo color azabache que le había regalado su padre y se fue a acariciar al animal que le quedaba a mano. Martiniano observaba las caricias que le prodigaba al animal, los besos que le daba en la nariz, sus abrazos en el cogote y en la forma que le hablaba recordando tiempos de ensoñaciones perdidas. Le llamó la atención al gaucho escuchar unos gritos que venían desde las carpas. Era común escuchar los alaridos de las indias ante las palizas despiadadas que les daban los indios. Encolerizado salió el indio que había secuestrado a la muchacha y vio que ella estaba acariciando a su caballo, entonces sin pensarlo, instintivamente entró nuevamente a la carpa, mientras Martiniano sintió el pánico tardío que otra vez le subía por la nuca, hasta que apareció nuevamente el indio y como un rayo lanzo un hacha que girando sobre sí misma cayó partiéndole la cabeza a la desgraciada, desplomándose sobre las patas del animal asustado. El gaucho trago saliva y sintió un leve desvanecimiento, intentó tomar aliento pero el espanto lo sorprendió nuevamente cuando el indio, siempre corriendo, le sacó el hierro letal que terminó con la vida de aquella desgraciada  y tomándola por uno de los brazos la arrastró hasta perderse ante la mirada indiferente de los demás. Arrojó su cuerpo donde iban a parar los agradecidos de esa suerte, ante tanta indigencia en aquel moridero de esperanzas. Triste final para la consumación del ciclo inacabado del escándalo que va quemando vidas como los pastos, dejando a su paso la desolación.

Aquellos demonios de la venganza ante el desorden de los dioses fueron extendiendo la maldición durante los próximos siglos desde el desgarro que se le hizo al paraíso de la segunda creación cuando a la hermosa india se la llevó el río del espanto, cayendo la maldición de los brujos. En esa fosa dantesca de seres que buscaban su cementerio como los elefantes, yacían indios, gauchos, cautivas, bebés que nacían y morían llorando como si fueran la mejor inspiración del Dante.

Fue la segunda caída de los hombres cuando vinieron a contaminar un mundo que se había mantenido neutral y virgen de toda civilización, porque tenía la propia. En la figura de la cautiva morían para siempre varias generaciones de victimas que no podían detener la furia del malón cuando los indios decidieron resistir la invasión de sus tierras apelando a lo que tenían y defendiendo la dignidad de ser tratados como seres humanos. En cualquier lugar como aquellos caciques que debajo del algarrobo de Purmamarca cuando corría el año 1600 se reunían para discutir cómo detendrían el inexorable paso del invasor, recurriendo al valor y al ingenio ante la asimetría de recursos, mimetizando los cactus como indios disfrazados, poblando  las montañas de coraje.

Aquellas multitudes nativas no le regalarían nada a nadie sin resistir, defendiendo el derecho, el culto, los hábitos y la cultura vernácula que los invasores quisieron cambiar en forma cruel. Falsificando así las promesas de la evangelización que predicaba la paz y la hermandad  y que era traicionada por la espada sexual y militar. ¡Y claro!, perdido el paraíso europeo, había que recrearlo en este costado del mundo, con el valor agregado de la codicia aurífera.

El sacrificio de la cautiva que ya estaba enloquecida le colmó la paciencia a Martiniano. Pero el indio tenía los instintos muy desarrollados y en muchos aspectos sus alcances para ver, oír y desplazarse con la destreza del puma, eran superiores a los del gaucho. Más aún cuando Martiniano era un gaucho en plena decadencia. Sin embargo este hombre echado al abandono conservaba la intuición y recursos que estaban dormidos y que comenzaban a despertarse en la medida que subía su furia. Ya conocía los hábitos del indio, sus tiempos, la forma de vida, cuando se ausentaban y los que se quedaban a cuidar a las indias y a la toldería. La cuestión, para abandonar ese lugar, era saltar en un caballo en el momento justo, cuando el indio durmiera y salir sigilosamente para lanzarse a todo galope a la distancia, para alejarse de aquella vida empantanada. Sin saberlo tanto el gaucho como el indio, ahora Martiniano pagaría con la misma moneda por la forma y las consecuencias del rapto que sufrió Amanda.

Cabalgaría sin montura y solamente con lo poco que pudiera hacer con sus manos de algo parecido a los frenos del animal. Luego, ya en la inmensidad del desierto y la pampa, tendría más tiempo para pensar y esperar que Dios se apiadara de él, como un náufrago lanzado a un mar verde, vacuo y paradójicamente fértil, cuando avanzaba el desierto.

Solamente había conservado las boleadoras que era todo lo que le habían dejado los indios. El animal no debía ser otro con el que había sido secuestrada a la chica y que fue el que acarició cuando el indio la mató. Si no lo mataba al indio por lo menos mataría el sentimiento de culpa sobre la memoria de la muchacha. El indio, pensaba Martiniano, al ver que se escapaba con su propio caballo, seguramente enloquecería. Vengaría a Amanda, al menos de las turbulencias de sus recuerdos y luego moriría de sed y de soledad, no le importaba, por lo menos le quedaba la esperanza de que todo no fuera tan mal, aunque cualquier cosa era mejor que permanecer en ese lugar donde la muerte se hacía de rogar.

El indio se metía en la carpa por la noche  con el caballo. La cuestión era dar el golpe  mientras el infiel durmiese. Había escuchado que el indio dormía al lado del animal  que se echaba, pero tenía pocos elementos para lanzarse temerariamente dentro del hogar del indio, sacarle el animal y fugarse. Pensaba y pasaba las noches tratando de enhebrar todos los acontecimientos para no tener margen de error. De lo contrario lo pagaría con la muerte, que no le importaba tanto como vengar a la cristiana. Había entregado su viejo caballo, el facón,  y el cinto, quedando a la intemperie con los pocos andrajos y las boleadoras. Entraría sigilosamente y mediante la experiencia como cuando era pequeño, despertaría al animal abrazándose a su cara y tapándole la boca para que no emitiera ningún sonido o relincho, como su padre le había enseñado y se alejaría muy despacio desplazándose como si caminara por el aire, hasta pasar del trote al galope.

Sudaba demasiado en la medida que se acercaba el momento, se debatía entre la prisa, la euforia y el miedo. Algunos pensamientos pesimistas le rondaban la cabeza, pero se persignó y entró a la carpa, porque detrás suyo ya no quedaba nada para defender. Tanteó la oscuridad con la luz de la intuición, parecía un gato entre las tinieblas y sintió que curiosamente no tenía miedo, tampoco valor, solamente lo acompañaba la templanza de estar jugado a una decisión de vida o muerte y se fue metiendo con mucho cuidado dentro de ese curioso sagrario donde el indio con el animal se rendían culto mutuamente.

Se desplazaba de espaldas rozando el interior de la carpa conteniendo el aliento y la respiración. Se tomó unos segundos para tratar de ver y estudiar la situación, recorrió con sus ojos gatunos todo el escenario, el indio dormía de costado con una novedad, cobijaba a la india, el animal estaba echado  sobre sus patas delanteras, entonces Martiniano se fue desplazado hacia ese lugar, se pasó la mano por la frente, notó que ahora transpiraba copiosamente sabiendo el peligro que ocasionaba porque la pituitaria del indio no perdona olores desconocidos, se inclinó sobre el animal, le pidió a Dios, recordó a su padre cuando le enseñó la práctica y con mucho tacto lo abrazó y con las dos manos le cubrió la boca para que no relinchara. El caballo se sobresaltó, levantó la cabeza, Martiniano lo apretó con fuerza, se escuchó cierto quejido del indio y un ronco pedo que despabiló al animal, entonces el gaucho sin dejar de abrazarlo, le punteó la panza para que se levantara, el caballo estiró sus manos y se incorporó. Martiniano ya no sabía que sentía, pero cierta euforia lo invadió al ver que  había completado una buena parte de lo que sería imposible, haciéndolo  realidad.

Comenzó a retroceder atrayendo al animal y lo sacó de la carpa, luego lo llevó más allá, le puso los frenos improvisados, se subió sin que se diera cuenta y comenzó a transitar muy despacio entre las carpas que rodeaban el lugar. Había elegido una noche sin luna, la oscuridad era blanca en su alegría porque se iba de aquel averno mientras comenzaba a apurar al animal, llevaba las boleadoras y el desasosiego, miró hacia donde estaba los difuntos y se persignó diciendo en voz baja, lo único que se escuchó en aquella noche final: ¡nos vamos en tu caballo , tu alma muchacha se viene conmigo!.

Cuando salió el sol, ya lejos de aquel espanto, sintió que estaba más cerca de acortar el camino de la nostalgia.

Volver a su pampa, recrear la esperanza que nacía de la fuente de su fe límpida e ingenua en su Dios, la cara al sol entre la libertad de dos horizontes, el que ahora le quedaba en la espalda y el que lo miraba de frente, lo empujaban anímicamente. Recuperaba al tranco los bríos perdidos por los años de soledad india y comenzaba a creer nuevamente que la vida estaba viva. Cualquier hombre en plena desgracia, todavía detenta el derecho humano de seguir luchando para alcanzar una luz en el túnel de sus sueños. Era lo que sentía Martiniano después de haberse sometido sin necesidad al cruel espanto del sufrimiento que en definitiva ahora lo sabía, no tenia sentido. En todo caso se redimiría si al volver, tuviese que luchar otra vez por lo que amaba aunque lo sospechaba perdido, pero infinitamente más importante era darle sentido y orientación a su lucha, que no era otra que la batalla por vivir, pero dignamente y no era eso lo que había encontrado con los indios.

Ahora tenía por lo menos un rumbo, un camino que lo sacaba del vivir vegetal, ahora quizás tendría su desquite. Ahora sentía que ese “ahora” existía.

Fue cambiando paisajes, despertaba como de costumbre adelantándose al sol y descansaba poco tratando de tomar distancia del pasado reciente, aunque las llamas del infierno todavía lo alcanzaban. Le quedaba lo peor de la travesía y la sed y el hambre comenzaban a preocuparlo. Martiniano debió haber recorrido casi tres días cuando se echó a descansar debajo de unos árboles porque creía que lo peor ya había pasado. Pero para su sobresalto escuchó el ruido de la tierra. Puso el oído al suelo y ciertamente sintió con susto en el alma que un tropel se avecinaba desde algún lugar. Pasó un rato y comenzó a sentirlo nítidamente, pero no esperó y salió a todo galope para alejarse rápidamente de aquel lugar que le traía miedos recientes. Continuó al galope y sintió que el espanto nuevamente  lo alcanzaba, lo presentía detrás suyo, hasta que detuvo el pingo y se puso a otear el horizonte que iba dejando atrás. Observó con estupor que una polvareda avanzaba hacia donde estaba y cayó en la cuenta de que los indios venían por él. Desmontó, estaba en plena pampa, no podía esconderse y jugado por jugado, tomó las boleadoras con una chuza que había fabricado artesanalmente y esperó lo poco que había que esperar. Fue una especie de encantamiento porque toda esa polvareda se elevó hacia nubes entre marrón y grises.

La noche helada lo llevó a tomar la decisión cruenta sabiendo lo que perdía, pero ganaba por unas horas la hermosura de seguir viviendo, no lo dudó y con un revoleo de boleadoras sobre la cabeza, derrumbó al animal. En el suelo lo degolló, comió carne cruda y bebió sangre caliente. Después abrió y lo vació. Acurrucado dentro del caballo se quedó como embalsamado de gaucho, pasó la noche y  venció al frío que lo hubiera matado. A la mañana siguiente la desolación fue más grande cuando comenzó a caminar con todo el peso que le quedaba por delante; el desierto a la redonda lo estaba esperando. Ahora si, pudo divisar el tropel que levantaba polvaredas de miedo. Se quedó quieto y con la calma que nace de las situaciones terminales, pudo observar que se aproximaban entre tres y cuatro caballos.

Esperó para batirse y morir con honra, pero quedó sorprendido nuevamente cuando vio que por encima de los animales, alguien saltaba como si fuera un gato. Se acortaron las distancias y pudo ver que un indio saltaba de caballo a caballo aprovechando la velocidad y la alternancia.

Uno de los animales quedó rezagado y ahora el indio saltaba entre dos. Hasta que espantó al otro y como un rayo alcanzó al gaucho que lo estaba esperando.

Era el indio, el de siempre, el que había secuestrado y matado a Amanda y que ahora venía a cobrarse sus cuentas. Lo había seguido  con varios animales hasta alcanzarlo. Venia a cobrarse el precio de un gaucho desagradecido que se guareció en las tolderías de toda lluvia de difamaciones y persecuciones  para irse tan mal. Al menos así pensaba el indio. Mientras dioses y diablos se hacían un festín, el indio se enfureció aún más cuando el gaucho le tiró el cuero del animal para enardecerlo y lo azuzo a pelear, ¡tomá indio hijo de puta, eso va por el hachazo a la cautiva.

El indio se movió como si fuera un puma y con lanza en mano lo fue induciendo para que ambos se movieran circularmente. El indio le tiraba lanzazos y saltaba nuevamente de lugar en lugar, ambos se tanteaban con todos los sentidos sin darse ventajas. Martiniano le revoleaba las boleadoras y se cuidaba con la chuza, pero el indio hacía un juego de marcha y contramarcha y con movimientos cambiantes, que al gaucho lo desconcentraban. Así estuvieron un rato que debe haber durado miles de años, hasta que el indio más rápido lo hirió en un brazo y lo fue acechando. Ahora aparecía ese gaucho sin alma y desarmado de todo con el único ánimo de su orgullo en juego. El indio dio un salto gigantesco y quedo detrás del enemigo, quien al dar la vuelta vio con los ojos desorbitados que lo tenía encima y cuando la lanza se le venia al corazón, Martiniano alcanzó a mover la otra mano y con las boleadoras le golpeó la cabeza dejándolo obnubilado. Trastabillando se le acercó, lo tomó de los pelos, le pisó la lanza, lo arrodilló y con la chuza le busco el garguero.

El indio estaba lívido y quiso zafar pero el cuchillo del gaucho apuró el destino y mientras un hilo de sangre corría por el pecho del salvaje, Martiniano sintió el impulso de terminar para siempre con aquel ser que tanto lo había hecho sufrir desde que le partió la cabeza a la cristiana.

Pero increíblemente cayó en la cuenta de que no podía hacerlo, porque había perdido el valor de matar a un hombre y no le encontraba sentido matar a un indio solamente por una venganza que a él no le serviría de nada. Cuando mató al caballo ya no era el mismo y sintió que quizás en el indio estaba somatizando todas las broncas y rencores de su triste vida.

Ahora estaba frente al indio y debía resolver, entonces comenzó a conmoverse, miro fijo sus ojos asustados y le dijo algo que el indio ni siquiera escuchó:

¡ pero…si somos iguales, usurpadores, nos hicieron ladrones como los españoles, como los criollos, como los gringos!

Entonces el gaucho recordó otra vez su pasado con nostalgias, la fatiga le traicionó el ánimo para poblarle de nada  el horizonte. Ahora ya no tenía la alegría del primer día porque la  tristeza le invadió el alma y al ver que no podía matarlo, retiró el cuchillo y le liberó la lanza al levantar el pie. El indio sorprendido, saltó y como un relámpago degolló la vida, dio paso a la muerte, pegó un brinco y como un vendaval se alejó en uno de los caballos que andaban desparramados.

Martiniano se fue desvaneciendo mientras sentía que la sangre caliente de la garganta le cubría el pecho, cayo de espaldas y le dio gracias a Dios que el indio hubiese tenido el coraje que él ya había perdido al perdonarle la vida. Lentamente se fue apagando mientras su sangre teñía los pastos y cuando sus párpados apagaban la luz del cielo, recordó la copla que provenía desde el ayer cuando la guitarra lo acompañaba:

 

El día que yo me muera

No me entierren en sagrado

Que me entierren en el campo

Donde me pise el ganado.

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