LA CELDA OLVIDADA.

 

Amanda recordaba lo que le había confesado su abuelo cuando transitaban con el alma descalza sobre los últimos metros de aquel pastizal de vidrios molidos ante el umbral de la libertad. Tu abuela, le había dicho, en vez de tetas tenía dos agujeros que por  pudor, disimulaba con pelotas de trapo debajo de un vestidito que se le destiñó color  piel. Desde que nos “cazaron” no pude, salvo en fugaces ocasiones, vernos con miradas de relámpagos en las barracas cuando se cruzaban nuestras desesperaciones. Creo que tampoco hubiésemos tolerado vernos desnudos del todo. Espantapájaros escuálidos transitábamos como cadáveres vivos hasta reencontrarnos donde todo era como la nada. Caminábamos sobre plantillas de costras de sangre. Ya no sufríamos.

La nieta cargaría para siempre sobre los hombros del recuerdo, aquellas imágenes cruentas que provenían del Holocausto cuya fuerza de la perspectiva se diluía cuando ambos se preguntaban:  Pero, ¿y ahora, a dónde vamos?.

La vida pagó con la misma moneda a la descendencia para que ella mirase con desolación el techo de su destino. Es un karma, un estigma trágico, pensaba, y entre los tímidos rayos de sol que se filtraban entre las rejas de una pequeña ventana, ¡cuántas veces  se imaginó mariposa para posarse otra vez en la flor la libertad!.

El infierno existía desde que la secuestraron y  arrancaron de todos sus afectos, pero aún cuando hasta el espanto se espantaba en aquel lugar sin esperanzas, Amanda no abandonaba un pensamiento obsesivo; “quería dejar un testimonio vivo de todo lo que sentía en aquel tiempo aciago cuando intuía el final de sus días.” No sabía exactamente qué ni cómo, pero algo había que hacer y esa sería su venganza, su desquite, y aunque nunca conocería el resultado, no le importaba, debía encontrar la forma de pintar un cuadro que hablara por ella, para todos y desde siempre.

Aferrada a esa idea quizás excéntricamente limitada, sabía que era el último combustible anímico de sus días. ¡Algo tenía que hacer! Y cuando se preguntaba mirando a la nada ¿qué nos llevamos?, se contestaba, ¡lo que dejamos!, entonces hurgaba como el escalpelo que busca un tumor, el rubicón de un testimonio definitivo, brutalmente inexorable.

Recorría todo su cuerpo maltratado como si fuera la Dalia Negra en vida,  siempre con el sexo herido, sus pezones que alguna vez fueron pimpollos turgentes ahora les supuraban por las reiteradas quemaduras de la picana eléctrica y su estampa se parecía a esas humanidades muertas que se desparraman en la mesa de las morgues donde los cuerpos despiden los últimos vapores de almas que se van por las banderolas. Su color lívido mortecino, bajaba hasta la nostalgia de dedos hermosos que se quedaron sin uñas por las pinzas de la tortura.

Amanda ya ni siquiera aullaba y se había distanciado del coro cuando en los primeros días entonaban  clamores desgarradores de la sinfonía del dolor. Oídos sádicos, ávidos de gritos desesperantes, se saciaban con la música del terror. Era la hora de la máquina y hasta los lobos hubieran querido aullar al mundo, que ellos eran inocentes por que “el lobo no era el hombre del lobo.” Y cuando volvía a la celda y se desplomaba en aquella cama que parecía un mar de coágulos, no sabía de donde sacaría tanta obstinación para dejar alguna impronta de aquel sufrimiento estéril, sin sentido, consecuencia de la perversidad inmanente de la condición humana.

Ya no le importaba tanto sentirse ultrajada, salvajemente violada cuando no habían podido amputar su resistencia a ceder ante la omnipotencia del opresor. ¡Qué síndrome de Estocolmo ni qué carajo!, se alentaba, el mundo no le iba a sacar la concesión de repetir su holocausto impune,  y el tiempo, aunque ella no lo viera, haría aflorar la verdad. Pero ¿cómo?, si se había convertido en una bolsa humana andrajosa y despellejada. Y cuando hastiada de todo quería abandonarse hacia la nada, la obsesión volvía sobre ella para comenzar a transformarse en inspiración.

Era la abnegación que pasa por encima de la escoria humana superando muros, cárceles y torturas para realizar el prodigio de la creación. Entonces, hacía trajinar su imaginación como último reducto de la realidad profunda, y aunque no encontrase nada, su intuición la alentaba y le hacía creer que algo estaba arribando. Era cuestión de esperar.

Claro, pero los interrogatorios acompañados de picana y el maltrato psicológico no jugaban a favor de la inspiración que Amanda necesitaba para encontrar aquello que produjera una luz dentro de las tinieblas. Desencantada,  le daba lo mismo mover el intestino en la cama o levantarse hasta el retrete. Con la punta de la lengua solía hurgarse los huecos con gusto a sangre marchita de dientes arrancados y destruidos por los tornos que perforaban nervios sin anestesia. ¿Habría parangón en la historia humana  ante tanta crueldad?. No lo sabía, aunque bajaba hasta la cripta del torpor donde se vuelve indiferente el dolor y se reencarnaba en su abuela cuando era muñeca de trapo, en Pinocho inanimado, en mariposa muerta y disecada entre las páginas de una historia que en la calle nadie quería transitar.

Algunos no sabían que este libro existía, pero la mayoría lo intuía y no lo compraba y si lo hacía lo cerraba sin leer. Entonces, en las siguientes décadas cuando Amanda ya no estuviera ni siquiera en la memoria de los vivos, no solamente el futuro se volvería impredecible sino que el pasado también, porque la gran mayoría de la población ahora indignada, juraría y perjuraría que nadie vio nunca nada. ¡Ay Amanda si te vieran tus abuelos! Decía de si misma cuando se contemplaba en el espejo compasivo. Perplejos demonios que se ven superados por la maldad de los hombres cuando ellos creían que tenían la mayor línea de producción de sufrimiento. No era Dios el que había muerto como sostenía Friedrich Nietzsche porque ahora era lucifer el que agonizaba de aburrimiento ante este rejuvenecimiento  de la maldad cuando los démones  perdieron imaginación para el mal, ante el ensañamiento del  terrorismo de estado.

Una mañana llegó la inspiración y sus ojos recuperaron el brillo, su rostro se llenó de adrenalina, hizo de tripas corazón y pegó un salto, se detuvo uno segundos, tragó saliva pero ya no pudo detener el tormentoso desahogo del llanto, porque había encontrado el motivo, ¡el maravilloso motivo! para que no quedara inadvertida la historia convertida en caricatura. ¡Ahí estaban a su disposición los pinceles, la tela y el paisaje!.

Antes del final debía darse tiempo para pintar su Guernica y ya nada podría detenerla en el mundo. La hora señalada había llegado.

 

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La vieja Amalia, graduada  de bruja y partícipe en numerosos aquelarres, aunque rebuscada y sin titulo que acreditara su trayectoria, se jactaba de tener controlado el destino de todo el vecindario. No hacía falta que nadie viniera a cortar tres veces el mazo sin cruzar los pies, porque con imaginar, tallar y tirar las cartas podía ver desde su oráculo esotérico todo lo que pasaba en el barrio.  Esta vez albergaba la sospecha de que algo malo iba a suceder. La bruja Amalia se ponía histérica cuando no acertaba el tenor de tal contrariedad aunque el macho de espada se inclinaba y caía como un puñal sin remache a media cuadra de su casa. ¡No puede ser, decía, ya tendría que haber saltado la víctima, si siempre he tenido todo controlado!…hasta que focalizó la escena del crimen y después de mucho tiempo, cuando un día  encontraron a la bruja muerta y en avanzado estado de descomposición, no se  perdonó en vida la omisión de avisar a la familia de la víctima que el as de espada de la traición y el macho de basto de la muerte, le apuntaban irremediablemente. “No hubieras cambiado el destino ni’mierda,” le dijo un brujo que estudiaba la magia negra. Y tenía razón porque lo que vio, por el solo hecho de verlo como videncia o premonición, anunciaba que las cartas estaban echadas y las consecuencias eran inevitables.

Fue  el secuestro de Amanda que certificó la visión y se compadeció sin consuelo cuando los familiares de la muchacha la buscaban hasta debajo las piedras, porque al tirar nuevamente las cartas,  nunca se separaba de  Amanda el maldito macho de basto que anuncia la muerte.

Lo que no entendió la bruja hasta que  murió, una vez que tiraba las cartas en ayunas donde se veía mejor la distancia y el futuro, era  por qué si Amanda naufragaba en un mar de lágrimas, ¡terminaba siendo feliz! plenamente feliz.

Amalia llegó a convocar una convención de brujos respetables que vinieron desde las zonas más siniestras, hasta que llegaron a  la conclusión de que la muchacha “sufría de  felicidad”, o a lo mejor argumentaron algunas brujas de escalafones mas bajos; sería una impostora que se había ido con un amante haciéndose pasar por desaparecida. Hasta que el brujo presidente de tal convención dio por cerrado el tema argumentando que  “Amanda Lerice había sido secuestrada pero sobrellevaba con gloria las torturas porque tenía un pacto con el diablo, en consecuencia se reía y gozaba de quienes la atormentaban”. Amalia no se fue conforme y sospechó  que los brujos estaban falsificados. ¡En este país, ya ni en las brujas se puede creer!, se lamentaba la vieja.

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Amanda reconstruía la tragedia cuando se recordaba bajando por las escaleras de la facultad con toda su panza a cuestas, una brisa fresca le calmó el pánico de la descompostura porque se le bajó la presión. Ya había anochecido cuando esperó un taxi para que la llevara a su casa pero cuando cruzaba la calzada sufrió un mareo y se desmayó, entonces una vecina que la vio desplomarse la auxilió y tomó el teléfono para llamar al hospital pero no pudo comunicarse. Llamó a la seccional más cercana y cuando llegó el patrullero, Amanda había vuelto en si, pero sentía fuertes contorsiones con rotura de bolsa.

¿La llevamos al hospital? preguntó el policía que manejaba, mientras que el acompañante encendió la luz interior del auto para contemplarla por el espejo retrovisor. ¡Por favor quiero que me lleven a mi casa! gritaba  mientras se remordía de dolor. El patrullero siguió serpenteando entre automóviles y peatones que se desplazaban sobre el pavimento espejado de luces diversas, hasta que el policía se dio vuelta y acercó su rostro al sudado de la muchacha para preguntarle en forma sigilosa:  ¿nosotros nos conocemos?. Ella solamente escuchaba la voz de los dolores del parto, entonces el superior dio la orden de dirigirse a la seccional. ¡Pero si está por parir! dijo el otro policía sin recibir ninguna respuesta. Cuando arribaron la joven fue trasladada al cuarto de los sospechosos  que no pueden ver a nadie, mientras  que el oficial llamó a otras dos personas que vestían de civil. Uno de ellos la reconoció: Esta mina es subversiva, estoy seguro, lo que pasa es que no estaba tan gorda cuando hicieron el quilombo de la estación. Ahh dijo el otro, era la mina que se nos cagaba de risa cuando se burlaba de que los milicos confundimos la cuba electrolítica con la Cuba de Fidel Castro y ahora que recuerdo también debe ser del mismo grupo que nos puso el cartel en la seccional. ¿Cuál cartel?. ¡Ése que decía…esta granja permanece cerrada por falta de huevos!.

El niño no esperó ningún interrogatorio y sin prejuicios de nacer en una comisaría desbrozó el último camino con un llanto nuevo y chillón abriendo las puertas de la vida a patadas. Nacía cuando un comando fue a buscar a los familiares de Amanda.

Desde su postración, ella recordaba aquellos momentos sumiéndose en la profunda angustia sin final de no haber conocido ni amamantado a su hijito. Tampoco sabía de la suerte de él, mientras que la criatura comenzaba a acostumbrarse a pezones extraños.

Estos recuerdos la atormentaban hasta que caía nuevamente en la cuenta de que había encontrado la última motivación de su vida y poniendo manos a la obra, tomó la decisión de comenzar a construir la impronta que debía ser indeleble.

Se lavó la cara, inspiró aire profundo y cerró los ojos en señal de meditación porque las grandes respuestas vendrían de una pregunta fundamental que ya rondaba su mente,  ¿por qué, qué hizo, quién o quienes fueron los causantes de su tragedia?. Obviamente  se contestaba inmediatamente no inculpando solamente a los terroristas de estado como serviles de la decadencia, porque su mente retrocedería en el tiempo y como buena antropóloga, removería escombros, historias y tumbas hasta encontrar la piedra de Rosseta que le descifrara todos los enigmas.

Debía encontrar la causa primera y dejarla escrita para que otros la continuaran. Desafío mayor parecido a una hazaña y muy cerca de ser una utopía, aunque sola y deshilachada no tenía nada que perder y se embarcaría en reconstruir con los estertores del naufragio, la última alegoría, el último intento para escalar desde el nadir de los yacimientos de su penuria, hasta el cenit de la verdad. ¡Y quería dejar todo testimoniado!. Entonces se desanimaba porque creía que deliraba. Y se consolaba cuando recordaba a su abuelo que le decía, “la resignación es el primer elemento de la felicidad”.

Pero era testaruda y ya no podría detenerse en el camino de la búsqueda, la de todos, la suya propia, viviendo en carne propia la tesis fundamental que no daría en la facultad sino en la harapienta celda de la mugre y  espanto. Cerró nuevamente los ojos y avanzó hacia el pasado, si era necesario, hasta el fondo de la mismísima vida.

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Buscó un recoveco  furtivo de un lugar debajo de la pileta y comenzó a guardar como en un arcón sagrado, la obra que comenzaba a construir. Era el comienzo, el principio, sin garantías ni seguridades de ninguna naturaleza, ni aún pensando siquiera quién la continuaría. Pero empezaba y esta actitud la motivaba porque comenzaba a cimentar la verdad inescrutable. La pregunta fundamental que rondaba su mente y que debía responder era ¿por qué estaba como estaba y donde estaba?. Con letra chiquita de lápices olvidados y sobre papeles inadvertidos de cualquier clase, forma y naturaleza, Amanda comenzó a desbrozar antropológicamente, lo que creyó que era el comienzo de todas las cosas, desde el descubrimiento de América hasta la fecha.

Retrocedió en el tiempo casi quinientos años, rezumó fantasmas, despertó a los dioses de la siesta civilizadora y entre torturas, vejámenes y espinas, escribió con sangre, somatizando su sufrimiento durante 70 días que llevaba contados, una historia sepultada debajo de baldosas flojas que salpicaban al pisarlas, por la tierra que nos escupe nuestra falta de apego.

Amanda comenzó a escribir una noche con reflejos de las luces indolentes de la calle y quiso que el personaje principal llevara el nombre de su madre. Le pidió a Dios que no se perdiera su testamento y que se lo pusiera en las próximas manos estigmatizadas y adecuadas y haciéndose ilusiones cuando desvariaba, de que quizás su obra, por esas cosas del destino un día fuera a parar a las manos de su hijo desconocido, aunque ella no estaría en este mundo para verlo. Sin embargo sucedieron muchas contrariedades porque cada vez que avanzaba en el proyecto, cuando no era torturada, nuevamente era sometida a vejámenes y su cuerpo no la ayudaba a seguir aún cuando sabía que estaba jugada, su ánimo se mantenía increíblemente fuerte. Tampoco podía darse el lujo de gastar hojas que escaseaban y economizaba los lápices porque era la única oportunidad.

Mientras tanto en su casa estaban desesperados porque la buscaban por todas partes sin dejar de hurgar en hospitales, seccionales y pocos contactos se animaban a acercar a Alberto y sus suegros hasta algún regimiento que tuviese un indicio de la mujer desaparecida. Al hijo lo amamantaba una vecina y los primeros tiempos se volvieron interminables por la amargura de la desaparición por y la impotencia ante la injusticia de la equivocación porque la estudiante de antropología no militaba en ningún movimiento guerrillero o algo que se le pareciera. Pero los clamores de todos, fundamentalmente de la madre no tenían eco y menos aun en una sociedad fatalmente amedrentada.

Esta situación empeoraba las cosas porque encima de la tragedia debía soportar el miedo y la sospecha del escarnio, por lo tanto desaparecieron amigos y parientes. El clima se enrareció y permanentemente explicaban que todo era una gran equivocación porque Amanda era una chica que solamente estudiaba y  se dedicaba a su familia. Desde la cárcel, éstos eran dolores que ella se ahorraba porque estaba fuera del mundo pero cuánto hubiera agregado a sus sufrimientos si se hubiese enterado de que encima de su desaparición, su familia sufría la indolencia de una comunidad multitudinariamente cobarde.

Alberto trataba de hacer tomar conciencia a todos los allegados y les contaba el caso de la maestra norteamericana Catherine Genovesse que fue asesinada por un delincuente en las puertas del edificio ante la indiferencia y  complicidad de todos sus vecinos, lo que levantó polvaredas de debates públicos en toda la nación. Pero nadie lo escuchaba y con el pasar de las semanas, percibieron un increíble olvido o ganas de no memorizar lo que se quería dar por terminado. Eran asuntos concluidos y “cosa juzgada”, hasta que con el tiempo aparecieron las primeras madres en plaza de Mayo contra viento y marea para clamar al mundo que viera lo que estaba pasando en este maldito país. Esas marchas abrigaron alguna que otra repercusión pero el miedo y los intereses corporizados habían hecho estragos en la opinión pública que no quería ver ni oír otra cosa que no fuera desinformación.

Algunos fuertes debían abandonar el país hacia el exilio, pero otros eran cazados, torturados y asesinados. Algunos casos estremecedores  solamente se contaban en voz baja  superando la saña del exterminio que los nazis hicieron con los judíos. Entre la multitud de vejámenes que la sociedad ciega no quería ver, aparecían tiroteos entre militares y policías contra guerrilleros y cuando éstos caían, ante la eventualidad de mujeres que morían embarazadas, directamente disparaban a la panza de la muerta, matando al niño. En algunos casos estaban próximas a parir. Pasaban décadas pero la polémica no se agotaba porque explicaban como guerra lo que fue un genocidio con la ayuda de la herramienta estatal.

A veces sobrevenía algún dolor balsámico cuando los parientes de Amanda se encontraban con personas que también habían sufrido la misma tragedia y entonces se producía la ansiada empatía pero por lo general la indolencia prevalecía hasta que el padre de la muchacha no aguantó tanto desgarramiento y sufrió una embolia que lo dejó postrado y  tullido. Entonces se comunicaba desde una silla con los golpes que le daba a su bastón para afirmar o negar las preguntas que le hacían. De esa forma dialogaba con su esposa o contestaba las pocas preguntas que Alberto le hacía cuando volvía desecho de sus exploraciones urbanas. Esa comunicación atroz a través del bastón, solamente para contestar pero sin poder hablar ni preguntar por el destino de su hija, lo acompañaría el resto de su existencia.

A veces le ponían al bebe muy cerca para que se entretuviera pero solamente derramaba lágrimas al ver en el niño el recuerdo de su hija. Era el infierno, el mismísimo infierno porque nada podía ser peor a la tristeza que los embargaba, viviendo de la jubilación del pobre viejo porque Alberto consumía sus energías en buscar por cielo y tierra  a quien amaba con todo su corazón. Las culpas aparecieron al poco tiempo del secuestro de Amanda lo que hacia más aterradora la vida, fundamentalmente de Alberto porque se culpaba permanentemente de no haber estado ahí para salvarla. Era una obsesión dolorosa que curiosamente le llegaba en los atardeceres.

Unos mates, suspiraba, iba al baño a llorar, cuando tenia fuerzas se bañaba y entraba en una profunda soledad que se le terminó haciendo carne. El niño que ya había sido bautizado, crecía al amparo de esos tres desgraciados y fue la abuela quien un día después de mucho tiempo, tuvo el coraje de anotarlo en la escuela. Los dos hombres se habían momificado en vida. Ante las grandes tragedias, la mujer es más fuerte que el hombre.

Mientras tanto Amanda trataba de recomponer sus fuerzas todos los días porque se había impuesto el desafío de denunciar desde ese pozo letal, sin decidirse a  escribir directamente lo que estaba sucediendo o contestarse la pregunta que la desolaba, ¿ por qué le pasaba lo que le pasaba?.  Debía averiguarlo de la manera más completa, acudiendo a la memoria, a todo lo que había estudiado pero fundamentalmente dándole un toque de fantasía para que la imaginación enriqueciera la lúgubre realidad que le tocaba vivir.

No le bastaba con culpar a los genocidas que la enloquecían dentro de una sociedad acobardada porque sus abuelos ya le habían contado la experiencia siniestra que a ellos les tocó vivir y sabía que en el hombre hay destrucción por naturaleza. Quería averiguar qué cadena involutiva desde que la civilización llegó a estos puertos, había terminado con su postración en una celda sucia y despreciable. Qué falló, los inmigrantes, las guerras por la independencia, la falta de participación cívica de las millones de personas que vinieron desde otros países entre los que se encontraban sus abuelos, la ausencia de respeto por la ley que crónicamente existía en este país o la banalidad de sus habitantes que nunca dejaron de ser pendejos.

Quería encontrar, más que las causas de toda su tragedia, el huevo de la serpiente que le explicara desde el comienzo de los tiempos, el motivo de la parición del primer mal que luego desataría a todos los demonios. Demonios que ahora en su máximo apogeo eran la cabal expresión de la degradación humana, por comisión y por omisión. Esta duda no la dejaba en paz y a toda hora buscaba respuesta al núcleo generador de todas las degeneraciones. ¿ Donde y cuándo comenzó la gestación, cual era el embrión y cómo lo explicaría para que algún día alguien pudiera saber qué fue lo que le sucedió a ella y a este país?.

Entre su duda existencial y la respuesta había una aporía que no podía superar pero ella lo sabia como buena estudiante de antropología que debía encontrar un paso que  desocluyera y le abriera la puerta que permanecía cerrada, quizás ahora para ella, más importante que la puerta de la celda. Estaba desencarnada y lo único que le interesaba era salir por un lado o por el otro. Si no quedaba en libertad, dejaría testimonio de haber encontrado la respuesta, a cualquier precio y para siempre.

Amanda pensaba que estudiando todas las culturas de la historia, siempre había encontrado una respuesta similar sobre el común denominador de la maldad humana que se manifestaba en el fondo de la condición. Como dicen los españoles, en todos lados se cuecen habas, y la maldad de quienes estaban haciendo tropelías no era distinta en su esencia a la que habían portado otros inventores de la miseria humana, como Stalin, Hitler, Ivan El Terrible, Nerón, Calígula o cualquier personaje de  Historia Universal de la Infamia.

También elucubraba si eran estos hombres los que crearon los sistemas o si una vez formado estos sistemas perversos generaban este tipo de genocidas. No excluía el genocidio que hizo el imperio Otomano con el pueblo armenio y quizás no lo sabría jamás que continuarían las matanzas, como sucedería con Ruanda y Sarajevo. Ella estaba obsesionada en indagar, cómo se había iniciado la madre de todas las desgracias en su país y desde cuándo.

Solamente podía consultar a su memoria aterida por el espanto porque no tenía otra fuente de información  en aquella celda maldita. Así que cuando podía se recostaba y se hundía en el mundo de los recuerdos tratando de asociar los males de la historia con lo que había pasado en esta parte del continente.

Pensaba en los primeros colonizadores y los estragos que hicieron con los indios, luego devenía en la cultura heredada de los españoles, se paseaba por las calles de la picardía criolla, se revolvía en la sopa de la inmigración con treinta millones de personas de las cuales solamente quedaron cinco, porque veinticinco millones se volvieron a sus pagos y se hundía en las raíces desarraigadas de los hijos de estas tierras que se habían vuelto errantes y desde siempre vagaban a buscar en el mundo lo que aquí les sobraba.

A veces creía haber encontrado el nudo gordiano de todos los males cuando pensaba en la inmadurez de un pueblo que era fatalmente ambivalente y por el sentimiento de culpa de la ilegitimidad no sabía lo que quería, pero rápidamente se desilusionaba porque se le entrecruzaban otros caminos que la llevaban a lugares desconocidos y confundentes.

Amanda, mientras tanto no podía sacarse de la cabeza el dolor por el hijo que no conocía y se le mezclaban las sensaciones, fue entonces cuando llegó a la conclusión de que estaba transitando como sus abuelos por uno de los caminos más escarpados y trágicos en la vida de las personas y era cuando pensaba en su hijo porque, ahí si, experimentaba quizás la peor tribulación que un ser humano puede padecer. Cuando ansiaba hasta el punto de que se le reventara el corazón, tener aunque sea por unos instantes en sus brazos al hijo que no conocía, que no era otra cosa que sufrir por “ no tener lo que se tiene”, cuando no podía ni siquiera acariciar lo más preciado que llevaba en el corazón. Y cuando pretendía reiniciar la revisión histórica para encontrar las respuestas, se desalentaba, aunque no se permitiera este lujo menesteroso por demasiado tiempo. Es que ya no le quedaba mucho tiempo y ella lo presentía.

Siguió buscando en los archivos históricos de su alma atribulada y creyó ver el inicio de todos los males simplemente en la alquimización de sopas culturales revueltas que acuñaban un hombre fugaz, banal y débil para enfrentar los problemas metafísicos de la existencia, como la muerte, el proyecto vital y su acontecer ante la existencia; pero terminaba creyendo que todo eso vino después y que no agregaría nada de  lo que se sabía y  se había escrito sobre el tema. “Que los argentinos no resolvieran el problema del vacío pampásico y de la muerte no explicaba con claridad que una horda de asesinos estuvieran matando a sus propios hermanos. Había que seguir escarbando y ahondando lo vivido para tratar de encontrar la salida. Le quedaba sin embargo la fe en que el bien triunfaría por la irreversibilidad de la tragedia del demonio cuando tuvo un error de perspectivas frente a Dios.

Tampoco la conformaba dejar explicaciones técnicas y mecánicas de cómo una manga de bandidos se apropia del poder, engaña a la gente y la desinforma con la colaboración de la cobardía de la misma gente, para hacer desaparecer a personas. Estos acontecimientos se repetían en el mundo y no daban una respuesta a su pregunta desgarradora. Pasaban los días y el pasado se le alejaba como el futuro, quedando aferrada a lo único que tenía, nada o casi nada.

En la cama, mientras meditaba solía recorrer el alma de los argentinos tratando de alcanzar una pista que la llevara al centro del laberinto donde cuyas puertas se mimetizaban con las paredes. Ya no necesitaría el Hilo de Ariadna para salir porque de todas maneras comenzaba a conformarse con dejar el testimonio de la verdad histórica. Entonces le sacaba fotografías a la condición de estos habitantes y se metía en el territorio de la soledad.

La soledad, decía, forma parte de nuestro ser y había escuchado por ahí que en este país se profesaba el culto a la maternidad, a la tristeza y al  sentimentalismo. Nada más lejos, concluía, de las características de sus raptores. Si creía, que había un desprecio por la ley, porque se caía en el círculo vicioso de que hecha la ley, hecha la trampa ya que los tramposos terminaban haciendo las leyes. Y también existía el “no te metás”, el desarraigo y el culto al ego. Pero luego de hacer sus cotidianas exploraciones y cuando creía haber encontrado el sarcófago del faraón, nuevamente se veía perdida en un desencuentro que comenzaba a asfixiarla. Pero debía continuar de todas formas con sus exploraciones porque no tenía otra alternativa, estaba terriblemente sola y esas incursiones en el universo de su memoria eran el único escape de su aciaga absurdidad.

Era fuerte como su madre y sus abuelos y se daba valor cuando se identificaba con aquella serie que vio hacía mucho tiempo, donde un vendedor de pieles cuando iba a subir a la balsa sintió el estrépito de una flecha que le perforó la espalda. Siguió río abajo peleando contra la muerte y el dolor de llevar esa víbora que lo devoraba a la altura de los riñones, entre desmayos y quejidos estuvo horas a la deriva hasta que el río se compadeció y lo arrojó a una orilla. Pudo sobrevivir aunque nunca se sacaría esa flecha que se le clavó en el alma. Amanda se sentía como aquel hombre y convivía con aquella flecha que no obstante no le había tocado el corazón y en sus horas más aciagas, se recordaba a si misma que debía continuar con flecha o sin ella porque de lo contrario su historia habría sido en vano, fatalmente en vano. No se lo permitiría.

 

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En los días siguientes no cesaba de buscar en el pasado la clave, el código que la llevara hacia la explicación inicial de todos los males y para poder pensar mejor se alejaba hacia el futuro no vivido, tratando de hacer una extrapolación con la imaginación para encontrar el oráculo aunque fuera desde el mirador del futuro. Se imaginaba qué sería de este país cuando cumpliera doscientos años y solamente veía ciclos donde como casi siempre en la historia de estos pueblos, la vida se volvía revocable donde el tiempo parecía atrofiarse para que los acontecimientos se degradaran desde lo mismo a lo mismo. Desde el pasado ni desde el futuro y menos desde su presente aciago podía encontrar el embrión del derrumbe.

Amanda sabía porque había estudiado todas las culturas indígenas de América que hubo  un tiempo, una época donde todo sincronizaba entre los dioses, los hombres y la naturaleza. Esa armonía cósmica habría sido en algún momento el ideal de los griegos ante el destino de los pueblos, las razas y las culturas cuando se conjugan los cuatro elementos esenciales en la interpretación correcta de la vida. Dioses y mortales, entre el cielo y la tierra convivían sin contratiempos. Nadie se marchaba, todos eran condescendientes y la vida con la muerte se llevaban de la mano. Los hombres debieron haber sido felices cuando “el vivir” no era otra cosa que sentirse contenido en la verdadera interpretación del ser.

La antropóloga imaginaba desde los corredizos de pensamiento que la relación de los seres con la naturaleza era una fiesta permanente donde nadie quería ser otro, todos eran lo que eran y los sueños se confundían con la realidad. Tanta armonía señalaba un paraíso que existió, hasta que alguien lo maculó.

Entonces reflexionaba que si otros hombres vinieron desde tierras lejanas hacia este paraíso desconocido que estaba en el otro lado de la vida, no estarían movidos necesariamente por la búsqueda de nuevos horizontes motivados por la curiosidad o en busca de poder, oro y gloria necesariamente. Algo pasaba y grave, para que una civilización se moviera en busca de lo que seguramente había perdido. Los primeros hombres que llegaron a América venían a conquistar a través de descubrimientos y posesiones, el paraíso que ellos habían perdido. Venían sin mística, escandalizados, hartos de guerras y de genocidios y aunque los primeros adelantados tuviesen ambiciones muy humanas, quienes los enviaban estaban buscado recuperar la convivencia perdida o para ser más claros, el paraíso que se les envejeció porque se olvidaron de ser “ellos mismos”.

Pero como nadie da lo que no tiene, ya venían contaminados de aquella fatalidad inmanente de la conquista que pretendía enmascarar con cosas, tierras, posesiones y avasallamientos, lo que en realidad no le daría a los hombres, la felicidad perdida. Al llegar a estas tierras, en vez de ver y aprender de culturas que vivían la vida de una sola vez, prefirieron someterlas. Al expoliarlas, se habría producido la trágica “violación” que ya los alejaría para siempre de lo que en realidad quisieron conquistar. Aquella civilización no sedujo a la americana, por el contrario, la masacró y  exterminó.

La evangelización que portaban los conquistadores al traer la imposición produciría el efecto contrario y la cruz se confundiría con la espada. “El que a hierro mata, a hierro muere”, sentencia del creador de este evangelio; se hizo caso omiso por parte de la corporación que desembarcó en estas tierras y que salvo Fray Bartolomé de las Casas, todos utilizaron la esclavización en nombre del amor, método que no tenía absolutamente nada que ver con el camino que inició el creador del Cristianismo. Y ese sometimiento se desvalorizó para unos y para otros.

La pureza perdida de estas tribus que hacían lo que Dios, los dioses y la naturaleza manda por parte de la violación produjo dos desnaturalizaciones. Amanda iba hilvanando. La primera desnaturalización corría por cuenta de los invasores que no consiguieron lo que realmente vinieron a buscar y se debieron conformar  solamente con cosas, convirtiéndose en conquistadores villanos, nunca liberadores ¿de que? si venían hacia un continente libre y los reyes como la iglesia debieron asumir que se tergiversó la causa, no porque el diablo los estuviera esperando en América sino porque venía disfrazado en misión conquistadora  desde el viejo mundo.

La segunda desnaturalización fue originada por la violación en todos los órdenes que convirtió al paraíso hallado en un infierno. Todo se transformo para peor y la semántica dio su veredicto cuando los salvajes y herejes no eran los anfitriones sino los visitantes. Pero como lo original desnaturalizado conduce a su final, de esta manera todas las culturas indígenas, al ser brutalmente mancilladas fueron aniquiladas. No pudieron conservar la armonía originaria porque los dioses se confundieron con los diablos, el cielo con el infierno y la armonía se volvió un caos.

Había llegado la mentira y la verdad tardaría en desembarcar quinientos años después cuando el escándalo ya se había consumado de tal manera que solamente se repetía en el tiempo a través de una nueva naturaleza, esta vez convertida en violación.

Ése y no otro debe haber sido el huevo de la serpiente, pensaba la mujer secuestrada, para que tantos males de tiempos remotos haya decantado en una forma de vida que solamente se sostiene no a través del “prójimo” sino en la transformación monstruosa en el “contrójimo” por la falsificación del procedimiento de quienes llegaron ostentado traer una civilización próspera y adelantada pero que en realidad era pordiosera y perniciosa. El conquistador, pensaba Amanda, ha violado al indio y en él, a su cultura, a su raza, su credo, su forma de vida y sus costumbres. Y también ha espantado a los dioses, para peor, comenzó sistemáticamente a destruir la tierra porque la naturaleza no quedo a salvo de esta masacre. Un hombre más poderoso sometía a otro hombre más inocente a través del engaño. Porque, recordaba Amanda, “ los hijos de las tinieblas son más astutos que los hijos de la luz”. Cruel paradoja de quienes traían en sus carabelas a los voceros de los reinos celestiales y terrenales.

Ese sometimiento primero y maculación de la vida pura, crearía un espiral de reacciones por parte de quienes utilizarían la venganza para recuperar lo irrecuperable, el reino de la inocencia perdida. El violado quedaba fatalmente contaminado con el veneno del violador y recurriría a la venganza.

Ese ciclo de la venganza creaba mutiladores y mutilados recíprocos, pasarían los siglos y la espada seguiría mimetizándose con la cruz. Amanda creía que ella, era una india violada y aun cuando siempre hubiese historias similares en la historia de la humanidad, ella no podía contar otra que no fuera la que padecía. Aquí, decía, ¡hubo una gran estafa y falsificación del mensaje!, lo demás sería lo de menos y se partía de la base en que aquella armonía del vivir, fue transformado en un caos que terminó en una especie de “culturicidio indígena”.

Los asesinos actuales, como los cobardes y pusilánimes que vagaban por este nuevo mundo, no serían otra cosa que la masificación de corporaciones que se reproducían creando epígonos de los primeros  mancilladores. Otra vez hablaría Shopenhauer, “lo peor del progreso, es el progreso”. Progreso que saca al hombre de su verdadera dimensión  del estado del ser y lo convierte en cualquier otra cosa.

Primero vino la violación que le dio paso a la desnaturalización y a partir de allí, se instaló para siempre la violación en todos los sentidos.

Pero Amanda caía en la cuenta de que todo lo que le estaba sucediendo era a ella y ella era una mujer, aún cuando veía que se vejaban víctimas de los dos sexos, insistía en una respuesta subjetiva y excluyente: ¿por qué a mí que soy mujer?, y le parecía indistinto y hasta trivial el hecho de consultar la tragedia a través de la condición sexual. Pero las violaciones en todos los órdenes y desde que el mundo es mundo, generalmente apuntaban como víctima a la mujer. Con la gran paradoja de que aún trascendiendo la cuestión sexual, el mayor magnicidio de la historia que era el deicidio, se había ejecutado en la figura de un hombre.

Entonces se enredaba en esas cuestiones y quedaba abatida. Pero creía que estaba en el camino correcto en cuanto a que  la causa de todos los males era la violación de una mujer. Y no se refería a Juana de Arco, la princesa Lamballe o Juana de Arco sublimada, estaba refiriéndose concretamente a la cultura feudal europea y española específicamente que traía a estos pagos todos los males humanos que no tenían los indios cuando eran dueños de un estado de vida más simple  y natural. Pero también tropezaba cuando escudriñaba los sacrificios que hacían ciertas tribus indígenas a vírgenes, que eran mujeres.

Se sentía muy confundida y se encontraba en la encrucijada de que entre indios y colonizadores siempre estaba el sacrificio de la mujer. Lo mismo sucedía cuando el gaucho proliferaba hijos naturales entre pampa y pampa. O cuando Urquiza al solo paso, ante la arbitraria elección de cualquier mujer ordenaba ¡échate!.

Pero en Méjico la virgen de Guadalupe era el signo unificador entre los indígenas que se vieron revalorizados, los mestizos, los españoles y los criollos. En cambio aquí, ella observaba que la figura de una mujer encarnaría el mayor mito viviente que apareció a mediados del siglo veinte y se proyectaba al siglo siguiente, superando a su creador pero por el contrario, era motivo de reivindicación de las clases bajas y de escarnio de las clases cultas. Es decir, la figura de esta mujer que representaba el culto materno de los argentinos, había terminado dividiendo a la sociedad, aún cuando se elevara como mito en todo el mundo.

Amanda era continuamente violada como la primera india, pero ¿por quién? Por los militares asesinos que utilizaban el estado para desgarrar a sus víctimas…..por los que crearon la triple A….por los guerrilleros….o por todos juntos mimetizados, para que en charlas futuras cuando dejaron las armas, hablaran de “pecados de juventud”. ¿Y de que sociedad venían todos estos grupos?.

La tradición feudal española se perpetuaba en eternos caudillos y  esta selección arbitraria siempre desfavorecía  a la mujer. Cuando quisieron resucitar el mito de aquella mujer encarnándola en la segunda esposa del caudillo, crearon un esperpento que desató todos los males y la Argentina se volvería tantas veces cuanto la historia lo requiriera en una mujer violada y ultrajada, pensaba Amanda, por el marido moralino y machista que  terminaba contrayendo  amantes. Y cuando se arrimaba hacia los reflejos de la calle alborotada y doméstica, no se contenía, ¡pendejos, una sociedad pendeja!, vomitaba.

El tiempo se le escurría de su vida pero ya estaba por lo menos, en el camino que más la había acercado a la verdad. No estaría en el debate por todos estos temas, pero se conformaba con generarlo cuando la sociedad se sacara la venda de los ojos y la mordaza. Amanda tenía esperanza de que un día los “imaginarios imaginadores” despertaran a la sociedad dormida para que tomara nota de que el silencio suele ser cómplice.

Comenzó a escribir la historia de su vida proyectada hacia el pasado para reconstruir “el paraíso que dejó de ser” y con imaginación y valentía se metió de lleno en ese mundo que comenzaba a desandarlo para avanzar, como obra final y paradójica. Ya no se detendría en tantas elucubraciones porque cada vez tenía menos energía y resistencia, así que no esperó más y se lanzó al mar, al mar de su mayor desafío que la ilusionaba, cuando quizás algún día su hijo y la descendencia se encontrara con aquel trabajo escrito en la peor de todas las condiciones. Con la tinta de sus propias lágrimas fue a la búsqueda del paraíso perdido y como Marcel Proust lo hizo con la reconstrucción de su infancia, ahora ella, lo hacía hasta los confines del descubrimiento de América y no se detendría hasta muy cerca de su propio final.

Ahora su principal misión en esta vida  tenía la rúbrica de su último trabajo que dejaría como testimonio desgarrador para los tiempos cuando los que la sucedieran se animaran a seguir desbrozando la verdad en contra del sistema perverso que impulsaba  a la mentira como el principal motivo del universo. Ella remaría contra la corriente y seguramente, pensaba, muchos en el porvenir continuarían su obra para que la historia tergiversada no se siguiera escribiendo con la goma para nulificar lo que realmente debía conocerse, tarde, muy tarde, pero temprano para quienes quisieran destruir todos los mitos de historietas que no eran otra cosa que mera propaganda para el lucro de algunos.

Amanda tomó los pinceles y  comenzó a pintar mientras que a  la grisura de su desánimo por las condiciones imperantes, le puso el color sangre del temperamento de su abuelo.

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