A veces pensaba en el hijo que no conocía, en el amante que la buscaba enloquecido por todos los intersticios de la vida y en sus pobres padres, ¿qué sería de ellos?, entonces llegaba al límite de la locura donde amaina la cordura  y desvariaba hasta quedarse dormida no por mucho tiempo, porque las pesadillas la devolvían hacia las cortas perspectivas del cielo raso. Amanda ahora deseaba morir porque había concluido su obra pero se sobresaltaba al pensar cómo y quien la continuaría. Todos los días reñía con Dios cuando se veía abandonada y escuálida hasta que nuevamente pensaba en su hijito y rogaba al cielo para que no tuviese la vida que ella padecía, aunque sus intuiciones eran pesimistas.

La sobresaltó el ruido de llaves que sonaron como un carraspeo dentro de la pesada puerta. En los primeros tiempos se hubiese orinado, pero ahora no sentía nada y se le cruzaba el pensamiento salvífico de la proximidad de la muerte. Aburrida de  espanto y viva en el pozo de las alimañas, solamente le quedaba el consuelo de convertirse en uno de esos seres pegajosos como el personaje de Kafka.

Entraron tres hombres, uno era  marino de alta graduación, otro era civil y un médico. Se acercaron a la cama donde yacía la pobre muchacha y el marino comenzó a explicarle al hombre de civil cuyo perfume se desorientaba entre el olor a mierda y a muerte; sobre la procedencia, el trato y el estado actual de la subversiva. El hombre replegó la colcha que  cubría el cuerpo desnudo, estragado y malherido por las torturas cotidianas. Amanda no los miraba porque tenía los ojos puestos en algún punto infinito más allá del techo. El marino después de haber dado el informe, sacó un pañuelo, se lo llevó a la boca, hizo un par de arcadas y dio media vuelta para retirarse no antes de exclamar:

¡Qué desperdicio de concha!.

El médico se quedó porque dijo que la iba a revisar ya que era necesario mantenerla con vida hasta sacarle toda la información. Miró profundamente sus ojos, la revisó y le dijo que volvería al día siguiente. Una sensación distinta sintió la muchacha ante la actitud del médico, algo le quería decir su intuición. Esperaría o no, de todas maneras ya no lloraba y se resignaba a no sentir los últimos estertores anímicos de los recuerdos que le llegaban desde el pasado, con el alma casi viva y con ese testarudo corazón que tienen solamente las mujeres cuando sigue latiendo el ilógico reloj que mueve aún las agujas perezosas de la desesperanza.

Otra vez giró la llave, se abrió la puerta y pudo verse la figura de un hombre corpulento, petiso y panzón, más o menos de unos cuarenta años. Llevaba botas que le llegaban hasta las rodillas y traía una escoba con el balde para hacer la limpieza de todos los días.

¿Cómo anda la escritora?, se burló. Amanda ya no le importaba nada, había conseguido de esa bazofia, las hojas y lápices para contar la historia que tenía bien escondida. Era un hombre común que furtivamente le consiguió aquellos insumos a cambio de hacer lo que quisiera con esa prisionera tan mutilada por todos lados.

Cerró la puerta con llave, abrió la canilla que estaba al lado del retrete dejando caer el agua en el balde para que hiciera ruido, entonces desplazó la colcha rígida de sangre coagulada y con la misma cubrió a la mujer desde la cintura hasta la cabeza. No quería ver el rostro perdido de la víctima  porque lo desconcentraba. Se bajó los pantalones, le abrió  las piernas y la empezó a copular. Ambos  cuerpos se movían como si fueran muñecos y mientras el ruido del agua que caía apagaba los aullidos del silencio, la muchacha había perdido las estadísticas de las últimas violaciones. Una vez intentó rezar cuando este mismo personaje la estaba violando y se imaginó que los clavos de Jesús eran sus clavos que le remachaban soldados romanos en su zona púbica. El hombre de las botas largas se incorporó, le retiró la colcha de la cara, cerró la canilla, exhaló un eructo sexual de satisfacción y mientras abandonaba el cuarto murmuró:

¡Esto es mejor que hacerse una paja!.. ¡Hasta la próxima escritora!, y se marchó.

Los soldados romanos se replegaban en busca de nuevos clavos.

Eleazar, el médico del hospital público que la había visto por primera vez volvía todos los días y trataba de darle los mejores cuidados aunque simulaba estar aprovechando de ella para sacarle información. Se encariñó con aquella muchacha convertida en una piltrafa humana pero Amanda no creía en él porque ya la habían engañado muchas veces para despertarle esperanzas falsas. Le hacían creer que la dejarían libre para que pudiera ver a su hijo y cuando se reestablecía y tomaba ánimos, la volvían a torturar y caía nuevamente en la desolación. Ya había pasado un tiempo desde que terminó su obra y Eleazar la visitaba con constancia y le prodigaba cariño hasta que le confesó que era un infiltrado y que lo único que buscaba era aliviar las penurias de los moribundos como ella y si podía los salvaba.  Amanda, mimetizada en la india que llevaba guardada debajo de las baldosas y en el fondo de su corazón no se animaba a contarle que tenía un tesoro escondido y que debía ser preservado.

¡Esta puta no habla una mierda! decía el médico cada vez que salía de aquella jaula. En cierta oportunidad Eleazar, para despistar entró a la celda con algunos estudiantes de medicina y mostrando a la muchacha les explicaba:

No tiene alma, son démones, pero nosotros debemos mantenerlos con vida, porque la información que tienen suele ser vital para salvar vidas inocentes, es como un trueque alevoso al que debemos someternos, pero entre la maldad con todas sus fuerzas y la bondad que debemos defender por ser cristianos y patriotas, no tenemos alternativas, hay que actuar.

Los jóvenes escuchaban atentamente y Eleazar repetía de memoria la misma sanata que le repugnaba pero  debía hacerlo para despistar y seguir cerca de Amanda.

La joven se fue apagando de a poco con la única preocupación que le quedaba de contarle al médico sobre su obra que sería póstuma o dejarla así a la deriva. Sin embargo Eleazar llegó a verla durante la madrugada y le dijo que si bien no podía sacarla de aquel lugar, quedaba a su disposición para acercarla al menos con recuerdos hacia sus seres queridos. Pero ella desconfiaba y lo último que haría era descubrir a sus seres queridos. ¡Te equivocas! Le dijo Eleazar. Aquí saben quienes son tus parientes, tu esposo y tu hijo. Ellos se lo entregaron cuando lo tuviste. Se estremeció y creyó enloquecer cuando el médico, muy en voz baja y con apremio, le confirmó la dirección donde ella vivía, las características de sus padres y del niño que ella no conocía.

Pasaron unos días y Eleazar comenzó a hacer de puente con los familiares de la muchacha que creía volver a la vida cuando el médico le acercó una foto del niño que se la trajo con la promesa de que haría lo imposible para liberarla. Alberto, el padre del hijo de la muchacha estaba enloquecido pero debía tener toda la paciencia del mundo porque  por un error que cometiera,  seguramente morirían todos. Mientras la ansiedad y la desesperación aumentaban, Amanda prefirió contarle al médico el secreto y se lo entregó una tarde para que lo llevara a su casa. Así lo hizo Eleazar con toda la tranquilidad de que nadie revisaba sus papeles porque creían que eran confesiones que les sacaba a los torturados. Esa noche, cuando el tesoro estaba a buen resguardo, dormiría varias horas por primera vez después de milenios. Antes de irse, le preguntó al medico sobre su hijito y le hizo jurar que si no salía con vida de ese lugar, le entregaría esa obra cuando fuera mayor de edad. Eleazar le contó las peripecias de sus familiares cuando se llevaron al niño de la comisaría pero nunca supieron de ella.

Hasta el portero aburrido de copular  con una semimuerta sin pasión, comenzaba a sentir el contrasentido de continuar con esa parodia en aquella cama donde se hamacaban la tribulación   y  perversión. El médico le había prometido que la sacaría de incógnita simulando llevarla hacia otro lugar. Debía esperar  que se precipitaran los acontecimientos.

Una mañana muy temprano, entraron a la celda abruptamente cuatro hombres  y la cargaron  con otros prisioneros a un camión con rumbo desconocido. Estaba nerviosa pero eufórica porque el tiempo del infierno se terminaba. Después de andar aproximadamente una hora y media entre automóviles y camiones, la caravana se detuvo frente a la tranquera de una estancia pletórica de novillos gordos que miraban sin dejar de rumiar. Entraron por huellas y caminos escarpados y se detuvieron en una quinta  cubierta de árboles frondosos.

Pasaron algunos minutos hasta que comenzaron a llevarse uno por uno. El rugido del viento que estremecía los árboles confundía con esporádicos impactos de bala, los sonidos de la muerte. Pero ella estaba feliz  ya que había entendido que Eleazar la llevaría a otro lugar, haciendo simulaciones y escarceos porque no existía otra forma de sacarla del entrevero. Además también la tranquilizaba el recuerdo de que había puesto en resguardo su testamento. Un oficial, varios suboficiales y personas de civil iban colocando a las personas en fosas, se producía un amontonamiento, sonaban varios disparos y al final se escuchaban vítores y aplausos. Luego de esas aparentes muertes nuevamente llevaban a los detenidos al camión, en la misma camilla donde se posaban en el fondo de las tumbas.

Algunos de los detenidos rezaban, otros lloraban, a algunos les volvía la sangre al cuerpo. Sin embargo el espanto se adueñó de todos cuando comenzó a observarse que varios no volvían.

¡Los próximos dos son míos! dijo un capitán que tenía el pelo brilloso y aplastado. Amanda fue conducida hasta una de las tumbas con los ojos vendados mientras ella interpretaba que la llevaban a otro lugar  definitivo que le abría las puertas de la libertad para reencontrarse con el amor de los suyos y de su hijito. Sintió unos globos alrededor de su cabeza y creyó que estaba dentro de un vehículo con juguetes, lista para partir.

El cronómetro disparó el tiempo y la pistola del capitán reventó los cinco globos cuando todavía le quedaba un segundo y una bala. Todos gritaron ¡piñata, piñata! tras la bala del militar que perforó el cerebro de la muchacha incauta. Eleazar casi corta una arteria y se retiró del paciente ante el error que anunciaba el presagio y el hijo lanzó un llanto desolador que estremeció su destino para siempre.

Se retiraron del lugar, mientras dos soldados tapaban la tumba encendiendo la inmolación con la luz de la oscuridad ante las primeras paladas de tierra. Regaron el lugar, colocaron cuadros de pasto para alfombrar el lecho de la profanación. Y sobre ese lugar tan tétrico como natural, algunos pajaritos del campo bajaban a tomar agua del pasto recién regado. No se percataban de que estaban forzando la continuidad  de la existencia.

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