El narco avanza descontrolado y la muerte sale a la superficie
El caso de la droga envenenada que mató a 23 personas es una evidencia.
¿Cómo sostener las esperanzas en un país con todas sus variables descontroladas?
“La situación está controlada”, afirmaron las fuentes oficiales de la Provincia tras la masacre de la cocaína envenenada, cuando ya había más de dos decenas de muertos.
Es al revés. El narco está descontrolado y este horror de los envenenados por las pócimas que salieron de Puerta 8 es una evidencia.
En los desfiladeros de las precarias casas de la emergencia de la pauperización, la circulación comercial de tóxicos de la más diversa especie ya es moneda ponzoñosa y corriente.
Hay una escena del horror, entre las múltiples escenas del horror: tres personas intoxicadas con la cocaína adulterada volvieron a consumir de inmediato tras ser dados de alta.
Desde luego, tuvieron que ser hospitalizados nuevamente.
Ni la cruel agonía los disuadió de la inconveniencia del consumo a repetición.
El narco bombardea Buenos Aires, avanzando en el conurbano profundo, ingresando a la Capital y extendiéndose desde las fronteras precisamente descontroladas hacia toda la geografía castigada por la pobreza y por la ruptura del tejido social.
Rosario está en guerra de carteles y en cada perímetro urbano en distintos niveles en cada provincia hay distribución y consumo.
Los pasos laberínticos de los esclavizados por la droga se multiplican y entrecruzan aquí y allá, buscando ingerir, tratando de inhalar, aspirando mas carencias y vacíos.


Los chicos de 10 años, se afirma, son víctimas de quienes los inician en los primeros pormenores del tráfico, en el oficio de los dealers, capitalizando la inocencia y la indigencia a la que los arrastra la deriva económica.
Hay detrás de ellos bolseros, y mayoristas y finalmente carteles enteros.
Los niños, sobre todo los que quedaron fuera de la escuela, transitan una intemperie feroz, vulnerables totalmente al uso que de ellos hacen los narcos experimentados.
El narcomenudeo conduce por distantes y zigzagueantes caminos a los carteles empinados.
El narcotráfico es el imperialismo global contemporáneo. Se extiende, avanza, somete y lucra.
Cuando el eminente jurista Hersch Lauterpacht pensó el concepto de “crímenes contra la humanidad”, durante el transcurso de la Segunda Guerra Mundial, no mencionó al narcotráfico, que no era entonces el mayor proveedor de muerte en el mundo.
Hoy cabe concebirlo como el generador de un ataque a la humanidad entera.
Atraviesa fronteras, perpetra una suerte de filicidio masivo usando a niños para distribuirse y liquidando mental, espiritual y literalmente a millones en todas partes.
Los crímenes de lesa humanidad pueden producirse en tiempos de paz, según Lauterpatch, o de paz aparente, porque el narco exhibe su letalidad masiva a puro belicismo parcialmente encubierto.
Aquí, la toxicomanía se manifiesta en diversos aspectos, no solo los directamente ligados a la adicción concreta de sustancias ilegales.
Adictos al descontrol: hay frecuentes trifulcas sangrientas en las madrugadas alcoholizadas tras noches frenéticas en boliches diversos. Violencia por nada en tantos sitios cada día, inseguridad emboscada en cualquier esquina.
Hay, además manifiesto descontrol político: la ruptura ya indisimulada en la coalición oficial, y la diletante lengua presidencial que le ofreció a Vladimir Putin abrirle las puertas argentinas para su estratégica avanzada sobre América Latina. Nada más inconveniente. Puso así en jaque el preacuerdo con el FMI que había calmado algo las aguas de la economía.
Hay un nominalismo mágico vigente. Es la creencia de que la contradicción en el discurso no tiene costos y que, por el contrario, aporta el beneficio de dejar a todos contentos. Es exactamente al revés.
Putin busca más que palabras, Xi Jinping también, Biden también y Cristina Kirchner también.
Según The Washington Post, “Argentina es un país adicto y el FMI es su dealer”.
Las metáforas toxicológicas se multiplican. Adictos a las deudas, adictos a gastar de más, adictos a la inflación, adictos al descontrol, adictos a la agresión, adictos a la incertidumbre.
Son enfermedades concomitantes.
Desde luego esas generalizaciones son injustas con quienes se sostienen en la honestidad, trabajando, estudiando, salvando vidas e incluso (porque hay quienes lo hacen bien) gobernando bien en algunos distritos o zonas de la sociedad política.
No todo el país está envuelto en nylon rosa.
Pero hay una enfermedad profunda que tiende a ramificarse sobre todo si se pretende resolver con el palabrerío de los chamanes de turno.